Ya se quemaban las habas y acabé quemando las piñatas. Un tío me introdujo al mundo de la piñata. Con él me fui perfeccionando en eso de la mezcla perfecta del engrudo y el corte preciso del papel de china. No es por nada pero siempre fui bueno con las manualidades, con las mías claro está. Desde pequeño me distinguí por las cositas que hacia con mis propias manos, hoy puedo presumir los cayos que han florecido en ellas. Pero volvamos a lo de las piñatas y, dejemos, para decirlo todo, lo de las puñetas.
Pronto pasé de la Estrella a la Zanahoria y, de ésta al Payaso. Luego perfeccioné el Barco y la Negrita. En muy poco tiempo mis piñatas cobraron cierta fama, además de cobrar algunos descalabros, pero eso de meneada a la hora posada ya no era mi responsabilidad. A esa edad no la meneaba como hoy. En ese sentido, logré, lo casi imposible, darle una consistencia en la pegada del papel periódico, para que no se rompiera al primer palazo y tampoco para que durara una eternidad, el justo medio, pues.
Tenía ocho años cuando la gran posibilidad apreció para, de una vez por todas, entrar a las grandes ligas de los artesanos de la piñata. Los organizadores de la posada principal de mi barrio me confiaron cinco piñatas. Y desde que me dejaron el encargo tomé lápiz y papel para entrarle de lleno a la geometría y la topología y, así diseñar las mejores piñatas que jamás se verían colgadas de un pinche lazo. Mi imaginación afiebrada empezó a trazar sobre el aire los más sublimes y extraordinarios diseños.
La mismísima banda de Moebius y la propia botella de Klein se quedaron chiquitas con mis invenciones. Y con la geta aún salpicada de engrudo, las manos con las marcadas de tanto usar las tijeras de punta chatita y forrado con cientos de cortes de papel china miré esas cinco creaciones y empecé entrever como en sueños la divertida que iban a causar, las alegrías, los regocijos y, por supuesto, mi propia inmortalidad.
A los pocos minutos de la rompedera y celoso de mi trabajo revisaba los últimos detalles para que quedaran listas las piñatas, las cuales se encontraban ya colgadas. A los lejos se oían las letanías que indicaban la llegada de los peregrinos, las voces de los errantes que decían a coro: “ven, ven Señor, no tardes, ven, ven que te esperamos, ven, ven Señor, no tardes, ven pronto, Señor”, y un sentamiento poderoso me dominó.
Contagiado por esa fuerza, prendí una chispeante luz de bengala y, empecé a tararear el cántico cayendo como en un trance, cerré los ojos, dejándome llevar por la paz y la armonía, hasta que advertía un calorcito, pensé que era parte de ese hechizo navideño, pero más bien era el papel de china ardiendo, el fuego esparciéndose por el resto de las piñatas, levantando una llamarada formidable y breve. Nunca pensé que mis manos pudieran producir tanto calor.
Pronto pasé de la Estrella a la Zanahoria y, de ésta al Payaso. Luego perfeccioné el Barco y la Negrita. En muy poco tiempo mis piñatas cobraron cierta fama, además de cobrar algunos descalabros, pero eso de meneada a la hora posada ya no era mi responsabilidad. A esa edad no la meneaba como hoy. En ese sentido, logré, lo casi imposible, darle una consistencia en la pegada del papel periódico, para que no se rompiera al primer palazo y tampoco para que durara una eternidad, el justo medio, pues.
Tenía ocho años cuando la gran posibilidad apreció para, de una vez por todas, entrar a las grandes ligas de los artesanos de la piñata. Los organizadores de la posada principal de mi barrio me confiaron cinco piñatas. Y desde que me dejaron el encargo tomé lápiz y papel para entrarle de lleno a la geometría y la topología y, así diseñar las mejores piñatas que jamás se verían colgadas de un pinche lazo. Mi imaginación afiebrada empezó a trazar sobre el aire los más sublimes y extraordinarios diseños.
La mismísima banda de Moebius y la propia botella de Klein se quedaron chiquitas con mis invenciones. Y con la geta aún salpicada de engrudo, las manos con las marcadas de tanto usar las tijeras de punta chatita y forrado con cientos de cortes de papel china miré esas cinco creaciones y empecé entrever como en sueños la divertida que iban a causar, las alegrías, los regocijos y, por supuesto, mi propia inmortalidad.
A los pocos minutos de la rompedera y celoso de mi trabajo revisaba los últimos detalles para que quedaran listas las piñatas, las cuales se encontraban ya colgadas. A los lejos se oían las letanías que indicaban la llegada de los peregrinos, las voces de los errantes que decían a coro: “ven, ven Señor, no tardes, ven, ven que te esperamos, ven, ven Señor, no tardes, ven pronto, Señor”, y un sentamiento poderoso me dominó.
Contagiado por esa fuerza, prendí una chispeante luz de bengala y, empecé a tararear el cántico cayendo como en un trance, cerré los ojos, dejándome llevar por la paz y la armonía, hasta que advertía un calorcito, pensé que era parte de ese hechizo navideño, pero más bien era el papel de china ardiendo, el fuego esparciéndose por el resto de las piñatas, levantando una llamarada formidable y breve. Nunca pensé que mis manos pudieran producir tanto calor.