Sólo he visitado el hospital en dos ocasiones, la primera fue cuando me agarré con el cierre del pantalón el miembro, allá en mi remota infancia y, la otra fue cuando me operaron de urgencia, pues, me iba a morir “por mis propios huevos”, ya entradito en años (no vayan a pensar que fue intento de suicido, no soy emo). De la primera experiencia después me ocuparé, en esta ocasión atenderé la segunda. Y si quieren saber de aquélla nomás tengan un poco de paciencia o si gustan llámenme por teléfono y se las cuento.
Era sábado y estaba en mi cuarto repasando la clase de anatomía, cuando oí el teléfono pero seguí concentrado en mi estudio, poco después mi madre me gritó que era para mí. Y allí todo empezó. Bajé rápidamente y con un gesto de la cara le pregunté de quién se trataba, pero con gestó idéntico, mi madre me indicó simplemente, que NPI (Ni puta idea).
Levanté el tubo, como dicen los argentinos, y del otro lado una linda voz me dijo… “Hola F, no te quito mucho tiempo, sólo quiero que sepas que estoy embrazada”. A pesar de que no reconocí la voz, mi reacción fue un sincero “felicidades”. Con un tono desafiante me preguntó “¿y qué vamos hacer?” En ese momento, noté que algo no estaba bien y, con la sapiencia que me caracteriza, contesté de forma tranquila “¿hacer de qué?” Del más allá se escuchó “no te hagas el gracioso y tienes que hacerte cargo de nuestro hijo.”
En ese momento casi me desmayó, pero me repuse al momento y, empecé a barajar nombres, rostros, momentos, pero nada. Pero de algo estaba bien seguro y era que aún era virgen. Eso me calmó pero la insistencia de esa mujer me dejó perplejo. Se me ocurrió que quizás me estaban jugando una broma sabatina y empecé a ser sarcástico, hasta que se escuchó su llanto y el madrazo cuando colgó.
Aquel suceso sería el inicio de otros semejantes. Llegué a contar hasta seis casos en tres meses. Estaba envuelto en la pura paranoia, ya ni siquiera me metía con una mujer, aunque sólo fuera para robarle un beso, como tampoco en la alberca de la prepa, por temor a que me colgaran otro milagrito. Era algo terrible y tomé una decisión abrupta pero contundente.
No podía poner en riesgo mi brillante futuro y, como tardé, casi un año en resolver el misterio de las llamadas, el cual me fue revelado de viva voz del causante de todo aquello, mi amigo C. que tenía dos jodidas mañas cada vez que se ligaba a una chava. Uno, asumir otra identidad, es decir, la mía, con todo y mi número telefónico y, dos, nunca ponerse un chingado condón.
Así que me fui a un Centro de Salud y pedí una Vasectomía, al principio ni me pelaron pero cuando vieron que lloraba y suplicaba para que me ayudaran para ya no tener más de seis hijos a mi edad. Y la cosa se hizo. Me fui a mi casa a convalecer, así que prendí la tele y estaba una película de Mauricio Garcés y como no queriendo la cosa, empecé a bajar la mano por mi vientre hasta llegar a… ¡mis huevos!
Uno de mis testículos, el derecho para ser exactos, estaba inflamado y más oscurecido de lo acostumbrado, traté de calmarme pero poco después era ya insoportable la angustia. Pues, me había crecido de manera descomunal, parecía negro de película porno, pero la situación se ponía más jodida, así que me lancé a la calle para tomar un taxi y de regreso al Centro de Salud, pues, esperar una ambulancia en esta ciudad no funciona.
Salí en calzones y ningún taxista me levantaba. Mientras esa cosa creía allá abajo, como una bolsa cuando le vas vaciando una caguama, pero con unas punzadas marca “lloraras”. Por fin, me levantó un don y en la parte de atrás maldecía a la ciencia médica y me agarraba del asiento, retorciéndome del dolor y, ahora literal, con los huevos hasta el cuello.
El taxista docto en la materia de trasladar mujeres a punto de parir, hombres picados o panboleros lesionados de fin de semana, trataba de tranquilizarme y me pidió que le contara, así lo hice y por el espejo retrovisor me veía asombrado, pelando chicos ojos, un huevo de Pascua de chocolate gigante, asomándose por mi calzón trueno blanco, pero como buen profesional de traslados de urgencias, y ya en la puerta del hospital, me dijo, “no cabe duda joven, que usted se está muriendo por su propios huevos”.
Era sábado y estaba en mi cuarto repasando la clase de anatomía, cuando oí el teléfono pero seguí concentrado en mi estudio, poco después mi madre me gritó que era para mí. Y allí todo empezó. Bajé rápidamente y con un gesto de la cara le pregunté de quién se trataba, pero con gestó idéntico, mi madre me indicó simplemente, que NPI (Ni puta idea).
Levanté el tubo, como dicen los argentinos, y del otro lado una linda voz me dijo… “Hola F, no te quito mucho tiempo, sólo quiero que sepas que estoy embrazada”. A pesar de que no reconocí la voz, mi reacción fue un sincero “felicidades”. Con un tono desafiante me preguntó “¿y qué vamos hacer?” En ese momento, noté que algo no estaba bien y, con la sapiencia que me caracteriza, contesté de forma tranquila “¿hacer de qué?” Del más allá se escuchó “no te hagas el gracioso y tienes que hacerte cargo de nuestro hijo.”
En ese momento casi me desmayó, pero me repuse al momento y, empecé a barajar nombres, rostros, momentos, pero nada. Pero de algo estaba bien seguro y era que aún era virgen. Eso me calmó pero la insistencia de esa mujer me dejó perplejo. Se me ocurrió que quizás me estaban jugando una broma sabatina y empecé a ser sarcástico, hasta que se escuchó su llanto y el madrazo cuando colgó.
Aquel suceso sería el inicio de otros semejantes. Llegué a contar hasta seis casos en tres meses. Estaba envuelto en la pura paranoia, ya ni siquiera me metía con una mujer, aunque sólo fuera para robarle un beso, como tampoco en la alberca de la prepa, por temor a que me colgaran otro milagrito. Era algo terrible y tomé una decisión abrupta pero contundente.
No podía poner en riesgo mi brillante futuro y, como tardé, casi un año en resolver el misterio de las llamadas, el cual me fue revelado de viva voz del causante de todo aquello, mi amigo C. que tenía dos jodidas mañas cada vez que se ligaba a una chava. Uno, asumir otra identidad, es decir, la mía, con todo y mi número telefónico y, dos, nunca ponerse un chingado condón.
Así que me fui a un Centro de Salud y pedí una Vasectomía, al principio ni me pelaron pero cuando vieron que lloraba y suplicaba para que me ayudaran para ya no tener más de seis hijos a mi edad. Y la cosa se hizo. Me fui a mi casa a convalecer, así que prendí la tele y estaba una película de Mauricio Garcés y como no queriendo la cosa, empecé a bajar la mano por mi vientre hasta llegar a… ¡mis huevos!
Uno de mis testículos, el derecho para ser exactos, estaba inflamado y más oscurecido de lo acostumbrado, traté de calmarme pero poco después era ya insoportable la angustia. Pues, me había crecido de manera descomunal, parecía negro de película porno, pero la situación se ponía más jodida, así que me lancé a la calle para tomar un taxi y de regreso al Centro de Salud, pues, esperar una ambulancia en esta ciudad no funciona.
Salí en calzones y ningún taxista me levantaba. Mientras esa cosa creía allá abajo, como una bolsa cuando le vas vaciando una caguama, pero con unas punzadas marca “lloraras”. Por fin, me levantó un don y en la parte de atrás maldecía a la ciencia médica y me agarraba del asiento, retorciéndome del dolor y, ahora literal, con los huevos hasta el cuello.
El taxista docto en la materia de trasladar mujeres a punto de parir, hombres picados o panboleros lesionados de fin de semana, trataba de tranquilizarme y me pidió que le contara, así lo hice y por el espejo retrovisor me veía asombrado, pelando chicos ojos, un huevo de Pascua de chocolate gigante, asomándose por mi calzón trueno blanco, pero como buen profesional de traslados de urgencias, y ya en la puerta del hospital, me dijo, “no cabe duda joven, que usted se está muriendo por su propios huevos”.