Hace unos días se cumplieron diez años de la masacre en Acteal, el mismo tiempo de impunidad e irresponsabilidad que sólo muestra el estado actual de la clase política que padecemos. Y catorce años desde la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, quienes están pasando de las armas a la autonomía, no con pocas dificultades.
Eso me recuerda la primera vez que fui a las comunidades zapatistas en resistencia. Fue el 11 d e agosto del 99, la fecha la recuerdo bien porque según unos canijos que se la estiran más allá de lo reglamentario (y miren que mi estatuto es harto flexible), en el Chilam Balam se anuncia que ese día comenzaría una era de oscuridad que finalizaría con el 2012, con el tiempo del no tiempo, (esta bien que mamen pero… ¡que no se lleven la vaca!) Por eso el pinche Ma-Maussan siempre anda con los ojitos rojos a medio abrir (¡Saquen para andar igual!)
Con ese presagio funesto me lancé a bordo de un camión bautizado como el Blue Demon, seguido de otros paladines del ring, en una caravana (palabra exacta) de compas de la ENAH, a mi primer zapatour. Y huyendo de una huelga que no tenía para cuándo concluir…
Cada vez que salgo de viaje me veo forzado a cambiar ciertos hábitos. Uno de ellos es a todo lo relacionado a surcar por el espacio, a pelear con los cocodrilos, a regañar a la taza, a tirar la basura, a colgar el tamarindo, a tirar la piedra, a romper la piñata, a clonarme. Fino lector usted me entenderá. Es que al abortar los horarios y al no estar en los lugares acostumbrados uno se siente indefenso. Las veces que tuve que salir, hasta en medio de una clase en la escuela, para regresar a casa y efectuar aquel ritual simple y llano del cake, pero tan aliviador como una chela en la playa. Y con el pasar de los años también crecieron los kilómetros que separaban la escuela de la casa.
No siempre llegaba al hogar como lo mandan los cánones, pues, en algunas ocasiones, era tal el retortijón que uno se queda de una sola pieza, paralizado, como si el rayo de algún marciano te congelara en el tiempo. Es cuando en verdad caes en cuenta de lo que significa el término de distancia.
En fin, llevaba en la Realidad ya seis días sin evacuar nada y el regreso estaba cerca. Uno reconoce sus límites, por tanto, tenía que hacer algo, para no verme en una dificultad mayor. Por lo que debía dar uso a una de las letrinas, las cuales se encontraban a un lado las regaderas, detrás de las barracas que servían de dormitorio. Tenía el plan trazado pero mi cuerpo no reaccionaba, así que me día a la tarea de socorrerlo.
Fui con unos chavitos de la comunidad y les compré un kilo de plátanos para que la cosa resbalara. Más tarde saqué mi rollo de papel de la mochila y con total discreción corté la cantidad de cuadritos, que calculé necesitar, basándome en complejas teorías matemáticas. Pues, eso de llevar el rollito entre las manos es un exhibicionismo que no me permito. Con la bolsa del pantalón abultada, pero más mi panza, me dirigí a mi objetivo.
El atardecer era el mejor momento para alcanzar cierta privacidad. Pues, un día antes había hecho un recorrido para reconocer la zona, la cual tenía una inclinación poco pronunciada. Iba a paso firme pero concentradísimo. Pasé frente las regaderas y sólo había una pareja de franceses bañándose, situación que me hizo dudar un poco, pero ya estaba decidido, pasara lo que pasara.
Me dirigí la letrina más lejana y me afiancé lo mejor posible al terreno para no perder el equilibrio, pues, tenía el presentimiento de que aquella empresa no sería fácil. Después de unos minutos ya me faltaba el aliento y sentía un calorcito en el rostro, que después se convirtió en espacie de hormigueo. Invocaba y maldecía a la vez. Mis dientes ya me empezaban a doler de tanta presión pero nada, de nada…
Parecía que mis esfuerzos eran en vano, a punto de desfallecer, acumulé toda mi fuerza en el último intento. Mi mano derecha apretaba con violencia el papel, cada vez más mojado por el sudor. Las muelas rechinando, el ceño fruncido y los ojos cerrados con violencia, a penas dejaron escapar unas lágrimas que pronto cayeron al suelo. Era lo único que me salía junto con un gemido lastimero. De pronto explotó tanta tensión acumulada, como alma que lleva el diablo de mi nariz empezó a salir una cantidad impresionante de sangre, de inmediato y, sin medir las consecuencias llevé el papel a tratar de tapar la fuga de la nariz y, todo se fue en eso.
Y cuando intenté levantarme para detener la hemorragia, sucedió. Afortunadamente las regaderas se hallaban cerca y los franceses ya no estaban allí.
Eso me recuerda la primera vez que fui a las comunidades zapatistas en resistencia. Fue el 11 d e agosto del 99, la fecha la recuerdo bien porque según unos canijos que se la estiran más allá de lo reglamentario (y miren que mi estatuto es harto flexible), en el Chilam Balam se anuncia que ese día comenzaría una era de oscuridad que finalizaría con el 2012, con el tiempo del no tiempo, (esta bien que mamen pero… ¡que no se lleven la vaca!) Por eso el pinche Ma-Maussan siempre anda con los ojitos rojos a medio abrir (¡Saquen para andar igual!)
Con ese presagio funesto me lancé a bordo de un camión bautizado como el Blue Demon, seguido de otros paladines del ring, en una caravana (palabra exacta) de compas de la ENAH, a mi primer zapatour. Y huyendo de una huelga que no tenía para cuándo concluir…
Cada vez que salgo de viaje me veo forzado a cambiar ciertos hábitos. Uno de ellos es a todo lo relacionado a surcar por el espacio, a pelear con los cocodrilos, a regañar a la taza, a tirar la basura, a colgar el tamarindo, a tirar la piedra, a romper la piñata, a clonarme. Fino lector usted me entenderá. Es que al abortar los horarios y al no estar en los lugares acostumbrados uno se siente indefenso. Las veces que tuve que salir, hasta en medio de una clase en la escuela, para regresar a casa y efectuar aquel ritual simple y llano del cake, pero tan aliviador como una chela en la playa. Y con el pasar de los años también crecieron los kilómetros que separaban la escuela de la casa.
No siempre llegaba al hogar como lo mandan los cánones, pues, en algunas ocasiones, era tal el retortijón que uno se queda de una sola pieza, paralizado, como si el rayo de algún marciano te congelara en el tiempo. Es cuando en verdad caes en cuenta de lo que significa el término de distancia.
En fin, llevaba en la Realidad ya seis días sin evacuar nada y el regreso estaba cerca. Uno reconoce sus límites, por tanto, tenía que hacer algo, para no verme en una dificultad mayor. Por lo que debía dar uso a una de las letrinas, las cuales se encontraban a un lado las regaderas, detrás de las barracas que servían de dormitorio. Tenía el plan trazado pero mi cuerpo no reaccionaba, así que me día a la tarea de socorrerlo.
Fui con unos chavitos de la comunidad y les compré un kilo de plátanos para que la cosa resbalara. Más tarde saqué mi rollo de papel de la mochila y con total discreción corté la cantidad de cuadritos, que calculé necesitar, basándome en complejas teorías matemáticas. Pues, eso de llevar el rollito entre las manos es un exhibicionismo que no me permito. Con la bolsa del pantalón abultada, pero más mi panza, me dirigí a mi objetivo.
El atardecer era el mejor momento para alcanzar cierta privacidad. Pues, un día antes había hecho un recorrido para reconocer la zona, la cual tenía una inclinación poco pronunciada. Iba a paso firme pero concentradísimo. Pasé frente las regaderas y sólo había una pareja de franceses bañándose, situación que me hizo dudar un poco, pero ya estaba decidido, pasara lo que pasara.
Me dirigí la letrina más lejana y me afiancé lo mejor posible al terreno para no perder el equilibrio, pues, tenía el presentimiento de que aquella empresa no sería fácil. Después de unos minutos ya me faltaba el aliento y sentía un calorcito en el rostro, que después se convirtió en espacie de hormigueo. Invocaba y maldecía a la vez. Mis dientes ya me empezaban a doler de tanta presión pero nada, de nada…
Parecía que mis esfuerzos eran en vano, a punto de desfallecer, acumulé toda mi fuerza en el último intento. Mi mano derecha apretaba con violencia el papel, cada vez más mojado por el sudor. Las muelas rechinando, el ceño fruncido y los ojos cerrados con violencia, a penas dejaron escapar unas lágrimas que pronto cayeron al suelo. Era lo único que me salía junto con un gemido lastimero. De pronto explotó tanta tensión acumulada, como alma que lleva el diablo de mi nariz empezó a salir una cantidad impresionante de sangre, de inmediato y, sin medir las consecuencias llevé el papel a tratar de tapar la fuga de la nariz y, todo se fue en eso.
Y cuando intenté levantarme para detener la hemorragia, sucedió. Afortunadamente las regaderas se hallaban cerca y los franceses ya no estaban allí.
1 comentario:
Esta gracia que tienes para desarrollar anécdotas se agradece por completo, no dejes de escribir.
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